RAFAEL VALLBONA. Todavía resuenan los últimos acordes del festival de jazz manouche Django l’H, cuando tres centros de arte sorprenden presentando al unísono sendas muestras relacionadas con París: Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre en el CaixaFòrum, Picasso descubre París en el Museu Picasso (ambas hasta el 20 de enero), y París en Parés. A la recherche de la Ville Lumière en la histórica sala Parés (hasta el 5 de febrero). Nadal francófono.
París fue la capital del mundo en el siglo XIX. Durante el cambio de siglo es la ciudad que, en la arquitectura de hierro y vidrio de los pasajes, en el descubrimiento de la fotografía como arte, en la balada simbolista del flâneur y en el descubrimiento de la reproducción de la obra de arte, interpreta el materialismo histórico y da paso a la cultura de masas. Así lo explicó Walter Benjamin en su inacabada obra caudal, El libro de los pasajes, y así lo pusieron en escena los artistas que se encontraron en la colina de Montmartre en las postrimerías del XIX. Exaltación de libertad, creatividad y belleza contra las convenciones y la seguridad burguesas. Humor, cabaret, litografías contra la rigidez de la academia.
Este relato político y social del paso del Ancienne Régime a la Belle Époque está muy bien explicado en Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre, una muestra que ha comisariado Phillip Denis Cate para el CaixaFòrum. Pero es precisamente en la exuberancia de este relato donde la exposición sale perdiendo. La puesta en escena es majestuosa: el visitante pisa los viejos adoquines del barrio, los cabarets se reproducen con exquisitez y el ambiente bohemio se respira durante toda la visita, pero quien se espera una exposición de arte sale decepcionado porque no hay el volumen de obras que se espera de una retrospectiva de toda una época. Pero la habilidad de la puesta en escena provoca un efecto directo en la función pedagógica que busca la muestra, y el numeroso público que la visita sale muy satisfecho.
Picasso y el impacto de París en el arte catalán
En agosto de 1899 se publica la convocatoria para la presentación de obras de arte destinadas a la Exposición Universal de París, que se hacía entre abril y noviembre de 1900. El joven Pablo Ruíz Picasso se presentó y fue seleccionado, y hacia septiembre se desplazó a la capital francesa con Carles Casagemas. Allí se encontró con sus amigos catalanes: Ramon Casas, Santiago Rusiñol, Miquel Utrillo y el inseparable Manuel Pallarès, que se añadió unos días más tarde. Visitaron la exposición, pero sobre todo subieron a Montmartre, porque era allí donde estaban pasando las cosas más interesantes en las artes y la cultura.
El Museu Picasso de Barcelona y la histórica Sala Parés (fundada en 1877) presentan dos exposiciones rotundamente complementarias. En el museo de la calle Montcada Picasso descubre París, y en la galería de Petritxol París en la Parés. En la primera se intenta, en un formato demasiado breve, construir un diálogo entre el joven pintor y los personajes parisinos que le impresionaron: Eugène Carrière, Paul Cezanne, Edgar Degas, Paul Gauguin, Toulouse-Lautrec, Théophile A. Steinlen y otros. La muestra, concebida para tapar un agujero de tres salas en exposición permanente, acoge obras cedidas por el Picasso de París y el Musée d’Orsay, pero esto no evita que el relato se quede corto. Gustaría mucho una gran exposición sobre el tema en un futuro, hecha realmente de manera conjunta entre los dos museos picassianos. La cata resulta atractiva y tentadora, y se complementa muy bien con las del CaixaFòrum y la Parés, pero hay un discurso profundo e histórico por explicar. Al fin y al cabo, Rusiñol, Picasso y sus coetáneos abrieron la puerta a la ya histórica relación del arte catalán con París. Y la ristra de nombres que les siguieron (y que allí crecieron) configura uno de los episodios centrales de la historia del arte catalán. Y esto bien vale una gran muestra.
A finales del XIX, la Sala Parés era el centro del mundo del arte de Barcelona. Exponer en la Parés significaba el reconocimiento de la crítica y el mercado. Las tendencias que se mostraban en París eran recogidas por los artistas catalanes que visitaban la ciudad, y las presentaban en la galería. Así la Sala Parés se convirtió en el lugar para conocer qué hacían los artistas que moraban en París. Esta situación otorgó una enorme capacidad de influencia en la galería. Si Barcelona era el París del sur, la Parés era el corazón.
Comisariada por Sergio Fuentes, la muestra acoge obras de Hermen Anglada i Camarassa, Isidre Nonell, Simó Gómez, Santiago Rusiñol, Ramon Casas, Joaquim Sunyer, Pere Isern y otros. La exposición de la Parés tiene lo que se encuentra a faltar en el CaixaFòrum y el Museo Picasso: la mirada transversal de los artistas de aquí sobre la modernidad surgida en el cambio de siglo en París. Por esto vale la pena visitarla y complementar la soirée cultural francófona.
Y por cierto, a finales de 1956 la Parés se presentó en París en una exposición que se ha convertido en histórica y que incluso fue visitada por famosos como Gloria Swanson e Ingrid Bergman. Rafael Llimona, Alfred Sisquella, Josep Amat, Domènec Carles, Rafael Durancamps, Josep Mompou y una larga lista más (algunos habían vivido en la capital francesa) hicieron descubrir el arte catalán a los parisinos. En el prólogo, de Jean Cocteau, ya se decía bien claro: «l’Espagne est un pays de peintres».
Hoy en día, la relación entre Cataluña y París aun no se ha cerrado. La Sala Parés continúa participando de este relato.
El swing, música de la modernidad
La ilusión de la modernidad de los años veinte tuvo en la música una de sus principales vanguardias ideológicas. La paz, que se aspiraba a que fuera definitiva, dotó a la sociedad de un entusiasmo contagioso que empujó a la gente a vivir al límite. Con el tiempo se vio que el sueño del Tratado de Versalles era una quimera pero, en vez de retraer el espíritu común de la época, lo expandió hasta el paroxismo; y el swing hizo de ello uno de los elementos propagadores.
Nacido hace nuevo años, el Festival Django l’H profundiza en la visión retrospectiva, en el reconocimiento del pasado. Y lo hace con esta nostalgia medida tan contemporánea: evocando los mitos y reinterpretando el legado al buscar las claves que otorguen a esta música un lugar en el mundo de hoy; probablemente tan desesperado como el de los años veinte y treinta.
Con el impulso del guitarrista Albert Bello y de la escuela de música de la ciudad (EMMCA), y sin patrocinadores cerveceros, L’Hospitalet de Llobregat recupera un jazz genuinamente europeo que cautivó a los americanos, Duke Ellington el primero. Centenares de aficionados al jazz manouche se encontraron a finales de noviembre (del 19 al 25) en L’Hospitalet, segunda ciudad de Catalunya, para escuchar a los mejores artistas de este estilo y asistir a clases magistrales y jam sessions. Son días felices. Como París, L’Hospitalet venera a Django Reinhardt. Todas las ciudades buscan su esplín.
El programa siempre es interesante: Eva Sur Seine, The Django Orchestra (estreno del nuevo proyecto de Albert Bello), Biel Ballester Trio, Valentí Moya Quartet o el Pierre Ménard Quintet son símbolo de una pasión que a veces parece casi terminal: ritmos para escapar de un mundo que se acaba. Como el año 1936, cuando Django Reindhart actuó en Barcelona y, en su exaltación musical y vital, acabó de madrugada tocando bajo el puente de Marina con unos gitanos recién conocidos. Pero el quinteto del Hot Club de Francia tuvo que volver a París pagándose el tren de su bolsillo y con una butifarra por único manjar. En la cena y baile alocados que siguieron al concierto, alguien robó la recaudación y dejaron a los músicos sin un duro. Tiempo de desasosiego que el swing curaba. Interpretación del mundo de hoy, a la deriva. Y París, igual que Barcelona, no se acaba nunca.
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