VICENÇ BATALLA. Detrás de las grandes declaraciones políticas, las sociedades colombiana y boliviana siguen su vida cotidiana, entre esperanzas, temores y promesas. La madrileña Catalina Martín-Chico ha acompañado con su cámara fotográfica a las exguerrilleras de las FARC en Colombia que han dado vía libre a su maternidad después de medio siglo de voto por la causa revolucionaria. El franco-catalán Miquel Dewever-Plana ha pasado nueve meses con los mineros y las mineras de Potosí en Bolivia que fue Eldorado de la plata de la corona española para extraer las imágenes atávicas de su sufrimiento y creencias. Sus dos exposiciones integraban la programación oficial de VISA pour l’Image en Perpiñán. Y nos acercan a las mujeres y los hombres de un subcontinente americano que intenta ser el amo de su destino.
Los acuerdos de paz entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) han puesto fin a un conflicto viejo de 53 años con un terrible balance de 260.000 muertos y siete millones de desplazados. La paz se firmó en agosto de 2016 y, pese a todos los obstáculos entre medio, poco después se empezaron a instalar los 26 campos de transición para los exguerrillero·as antes de que en agosto de 2019 se acabe la ayuda económica del Estado. Las FARC estaban formadas en un 40 por ciento por mujeres. Y, desde el proceso de desmovilización, se ha producido un baby-boom que en la primavera de 2017 se calculaba en trescientos nacimientos y que ahora ya se habría doblado. Las exguerrilleras se quedan en estos momentos embarazadas y dan a luz cuando antes les estaba prohibido o tenían que abortar. Es un elemento más para creer en el futuro.
Este es el punto de partida de Catalina Martín-Chico, que en los últimos años ha vivido entre Nueva York y París donde reside actualmente. En la exposición Colombia: (Re)Nacer, en el Atelier d’Urbanisme de Perpiñán, Martín-Chico seguía las historias personales de estas mujeres que han tenido hijos durante este periodo de transición o ya están haciendo una nueva vida con su pareja y cuidando de sus recién nacidos fuera de los campamentos. El trabajo lo ha podido realizar en el tiempo porque precisamente el año pasado en VISA pour l’Image ganó el Premio Canon de la Mujer Fotoperiodista, dotado con ocho mil euros para desarrollar un proyecto.
El deseo de maternidad entre las exguerrilleras
“Para mí, era muy importante poder llegar antes de que se abrieran los campos para poder explicar la narración visualmente”, nos explicó Martín-Chico de su primer viaje en mayo del año pasado por iniciativa propia. En junio de 2017, estos campos se abrían al exterior y se creaban las llamadas Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN) que se han convertido en una especie de pueblos. “Me interesaba poder explicar que aquella gente que estaba haciendo la transición provenía de la selva y que eran combatientes y guerrilleros. En aquel momento, todavía vivían en condiciones de guerrilla, en caletas, las tiendas de campaña de plástico, y todavía llevaban el uniforme y alguna arma”.
Con el premio perpiñanés en el bolsillo, la fotógrafa volvió entre febrero y abril de este año para ver la evolución de esta readaptación a la sociedad. “En nueve meses, las cosas han cambiado un montón. En las zonas veredales, ya no hay tiendas de campaña, no se ven uniformes ni armas. Se han construido casas. Los bebés ya habían nacido. También se han construido carreteras, allí donde antes se tenía que caminar en medio del barro”.
Los campos escogidos por Martín-Chico fueron el de Icononzo, al sur de Bogotá, y el de Colinas, en San José de Guaviare, en el centro del país. El primero está situado en una zona montañosa y el segundo en la selva. Dos paisajes distintos que, para la fotógrafa, también corresponden a dos preocupaciones diferentes por parte de sus ocupantes. Un tercero, en Cali, en la costa del Pacífico, cuando llegó la primera vez ya estaba demasiado avanzado.
Entrada y salida de las FARC
En su búsqueda de historias personales, destacan la de Angelina por una parte y la de Dayana y Jairo por otra. Los ha podido seguir en sus dos viajes en Colombia. Angelina, que ahora cuenta con treinta años y se unió a las FARC a los once donde le pusieron el nombre de guerra de Olga, encabezaba la exposición con una foto dando el pecho a su bebé cuando los campos aun estaban constituidos de tiendas de campaña. Integró la guerrilla después de años en la calle, abandonada por su madre y con un padrastro que abusaba de ella.
En el caso de Dayana, entró en las FARC a los quince años cuando ya tenía un niño de cinco meses con quien se ha reencontrado dieciocho años más tarde. Ahora ha rehecho su vida con Jairo, que perdió a su madre y sus hermanas ahogadas en un río a los diez años. “En todas estas historias, hay una necesidad evidente de pertenecer a una comunidad”, razona Martín-Chico. Dayana y Jairo tienen ahora una niña y se han instalado como campesinos para cultivar la tierra, aunque no pueden hacerlo con las hojas de coca como sus padres que aporta mayores ingresos.
Y una cosa curiosa que ha remarcado la fotógrafa es que el recuerdo de sus años en la guerrilla no es necesariamente negativo. “De todas las mujeres que he conocido, todas tienen un recuerdo bonito y están muy orgullosas de lo que han hecho. No se arrepienten de nada. Las que se han quedado hasta el final estaban felices de volver a ver a su familia. Estaban muy emocionadas, aunque no puedan volver a vivir juntos”.
Esto no quiere decir que no no haya, tanto mujeres como hombres, que también hayan retornado con sus padres. O que, en estos pueblos de nueva creación, haya casas habilitadas para las visitas familiares. De todas maneras, la integración a una vida normal sigue siendo muy difícil. Su reconversión pasa por la agricultura o como escoltas de seguridad, porque era lo que sabían hacer cuando estaban en las FARC. Pero todavía no se ganan la vida. Otros, incluso han empezado de cero en lugares donde han ido de forma anónima.
Mientras tanto, en las elecciones presidenciales de la primavera pasada el sucesor de Juan Manuel Santos fue Iván Duque partidario de un retorno a la línea más derechista y beligerante contra el proceso de paz. “Yo no he hablado con ningún comandante”, precisa Martín-Chico. “No me he interesado por el ámbito político. Pero estaban acojonados, preocupados y asustados. Ahora bien, en las primeras decisiones, Duque parece que quiera mantener los acuerdos de paz”. Y, como signo de esperanza, recuerda que “muchas mujeres dicen que quieren tirar para adelante porque, precisamente, han tenido hijos; para ellas, no hay marcha atrás”.
Especialista sobre la tragedia en el Yemen
Menos optimista es lo que está pasando en Yemen, país del cual Martín-Chico es una verdadera especialista. Desde 2007, ha ido casi cada año. Las bombas siguen cayendo sobre los civiles, en esta intervención de Arabia Saudí y su coalición contra los rebeldes hutíes de influencia iraní en el norte del país. Bombas y equipamiento militar saudí que, en parte, provienen de las fábricas de la empresa pública española Navantia en Cádiz. La operación militar está derivando en una catástrofe humanitaria después de más de tres años de guerra.
“He visto al país entrar en la violencia. Y la situación presente es muy crítica. Menos mal que ha habido otro·as fotoperiodistas que han podido adentrarse en las zonas del norte. Después de la Primavera Árabe no podíamos imaginar que las cosas evolucionarían así… La solución está en la comunidad internacional, para que Arabia Saudí se plantee parar los bombardeos. Y, a esto, hay que añadir las guerras internas yemenitas entre facciones”.
De hecho, cuando Martín-Chico tenía 43 años se llevó la primera edición del premio VISA d’Or Humanitaria en 2011 otorgado por el Comité Internacional de la Cruz Roja. Era por el trabajo Primer km2 en libertad: plaza del cambio (Saná), en que un movimiento pacífico consiguió la marcha del dictador Alí Abdalá Salé. Quin fue asesinado en diciembre pasado en una venganza entre los opositores a Arabia Saudí. Este año, precisamente el CICR le ha otorgado el galardón a la francesa Véronique de Viguerie por Yemen: una guerra que nos esconden, una serie de imágenes desgarradoras sobre los efectos de los bombardeos que la autora hizo para las revistas Time y Paris match a finales de 2017.
Y como si las crisis humanitarias se tocaran, el año pasado esta VISA d’Or fue a parar al colombiano Juan Arrendondo por Mujeres en la guerra que también trata sobre la cuestión de la maternidad entre las exguerrilleras de las FARC.
Las venas abiertas de Potosí
El trágico destino de las poblaciones indoamericanas quedó fielmente reflejado en el libro de cabecera de Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina, que casi cincuenta años después sigue siendo un alegato vigente de denuncia de la explotación de los recursos naturales y mano de obra barata desde los tiempos de los conquistadores. Es el punto de partida de la exposición Bolivia: Vale un Potosí de Miquel Dewever-Plana, que estaba abierta en el Convent dels Mínims, porque Galeano empieza su ensayo específicamente en esta montaña con un filón de plata que concentró desde 1545 todas las codicias y barbaridades de la que era capaz el imperio español al servicio de los países precapitalistas de la Europa del Norte.
Cuando están a punto de cumplirse quinientos años desde el inicio de la extracción de este mineral, las condiciones de vida de los quechua prácticamente no han cambiado aunque ahora la montaña cónica casi ya no expulsa plata y es un triste espectro de su glorioso pasado. “Todos te dicen que recuperan las migajas que dejaron los españoles, aunque sigue ese sueño de caer sobre la buena veta”, resume Dewever-Plana que lleva unos veinticinco años haciendo un trabajo sobre los indígenas en Latinoamérica y medio francés y medio catalán reside actualmente en un pueblo cerca de Girona.
El fotoperiodista de 57 años convivió durante nueve meses con los mineros de Cerro Rico, a 4.782 metros de altura, y entró con ellos en las entrañas de las vetas y siguió a las mujeres que separan las piedras en el exterior así como todos los ritos medio católicos medio ancestrales asociados. “El turismo es muy importante en Bolivia y, sobre todo, en Potosí. Hay agencias de viaje que llevan a grupos de turistas al interior de la mina para que estén una o dos horas y vean el trabajo. Está claro que eso no me interesaba”.
El Tío y la Pachamama
En nueve meses, el grado de confraternidad permitió a Dewener-Plana tomar unas instantáneas con el máximo realismo posible. “En estos veinticinco años en Latinoamérica, nunca había sufrido físicamente tanto como cuando los acompañaba dentro de la mina. Por la falta de oxígeno, por el calor, por los vapores de cianuro. Son condiciones inhumanas. ¿Y por qué continúan haciendo este trabajo si es tan penoso? “No tienen otra alternativa. La mayoría de esas familias son campesinas, pero las tierras no dan lo suficiente para alimentarlos. Y muchos emigran hacia la ciudad de Potosí para trabajar y sobrevivir. Y, a la vez, para poder dar estudios a sus hijos y que no estén obligados a trabajar dentro de la montaña como ellos”
Ganan unos cien euros mensuales y la esperanza de vida de uno de estos mineros es ahora de cincuenta años, un poco más de lo que era en el pasado. Pero todos acaban sucumbiendo a la silicosis que se instala en los pulmones. En el cementerio de Potosí se estima que, durante la época colonial (1545-1825), se enterraron entre seis y ocho millones de personas.
A modo de exorcismo colectivo, los quechua inventaron la figura del Tío, hecho de arcilla y hojas de coca y con un sexo desproporcionado, a quien “aman y temen por igual”. Es una especie de demonio en el interior de la montaña Pachamama a quien tienen que ofrecer tributos como cigarros y alcohol, y que contrarrestan con cruces y procesiones de la virgen a la puerta de las minas. En esta iconografía pagana y religiosa, que tiene su punto culminante durante su particular Carnaval al final de la época de las lluvias, los llamados mitayos tienen escrupulosamente estipulada la división entre hombres y mujeres. Otra forma de discriminación dentro de la discriminación, según el fotoperiodista, porque las mujeres se exponen a su vez a una luz, viento y frío implacables para la piel.
“Así como el hombre tiene ese sueño de alcanzar esa buena veta, las mujeres que trabajan afuera tienen que quebrar las piedras para escoger los minerales. Y ellas nunca tendrán ese sueño de los hombres. Porque ellas nunca sobresaldrán y se harán ricas. Han nacido y morirán en la pobreza extrema”. Y, para hacerlo más explícito, los códigos internos lo recuerdan: “Los hombres dicen que, si una mujer entra en la montaña, la Pachamama se pondrá celosa y esconderá el mineral”.
Mosaicos masculino y femenino
Lo que destacaba de esta exposición respecto a las del resto de VISA pour l’Image es que, además de las fotos enmarcadas con leyenda, se añadían dos grandes mosaicos con las caras por una parte de los mineros y de la otra de las mineras, llamadas palliris. “La idea de hacer esos retratos me vino cuando, al inicio del proyecto, veía a esos hombres entrando en la mina y a su salida no los reconocía. Su cara había cambiado tanto por el sufrimiento que viven durante horas. Quería que hubiera un rostro entre el público y los mineros, que esas miradas impactaran”.
Por el mismo motivo, se imponía contraponer un mosaico con las caras femeninas. “En este caso, la idea proviene de un cuadro religioso muy famoso de la época colonial ‘La virgen del cerro’ de un pintor anónimo indígena del siglo XVIII. En él, se reproduce el Cerro Rico como si fuera el cuerpo de una virgen. Encima de esa montaña, se ve la cara de la santa. Por eso, me vinieron las ganas de retratar las caras de las guardianas de las bocaminas. Es una forma de homenajearlas”.
La continuación del proyecto pasa ahora por hacer un libro, que entregará a cada una de las familias fotografiadas. Es la contribución de Dewever-Plana a la concienciación de la pobreza en la que, pese a un gobierno de origen indígena desde hace ya unos cuantos años, sigue incrustada Bolivia. “Hay mucha discriminación hacia los mineros. La población potosina discrimina bastante al minero y su imagen. Me interesaría que, gracias a ese libro, la sociedad boliviana se diera cuenta de que vive gracias a las riquezas de esas montañas”.
VISA pour l’Image 2018 (Éditions Snoeck), catálogo de 180 páginas, 150 ilustraciones, 25 euro
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