RAFAEL VALLBONA. Leopoldo Pomés solía decir que «una fotografía es buena cuando su contemplación va más allá de lo que se ve». El fotógrafo sentía una enorme atracción por lo que hay de misterioso en una imagen, porque son las fotos enigmáticas las que abren hasta el infinito la imaginación del espectador. La oscuridad de una ventana, la mirada perdida de un personaje anónimo, la luz ardiente y sin sombras o el atractivo provocador y poderoso de una mujer, son las expresiones del mundo más íntimo de Pomés, aquel que el gran auditorio no supo descubrir, escondido como quedó detrás de las burbujas del cava y el deslumbre general que causó su arte publicitario. Este universo ignoto y cargado de dudas y preguntas sin respuesta es lo que da a conocer la exposición Després de tot (Después de todo), la principal de las cinco que conforman la undécima edición de la Bienal de Fotografía Xavier Miserachs que se puede ver en Palafrugell hasta el día 11 de octubre.
Comisariada por Karin Leiz y Juliet Pomés, la muestra propone una mirada diferente e íntima a la ingente e indómita obra de Pomés (Barcelona, 1931-Girona, 2019).
El envejecido pijerío de la Costa Brava, que con la habitual indolencia clasista, agravada este año por las limitaciones de viajar que impone la pandemia, desparrama sus lomos bronceados por la terraza del pequeño club náutico de Tamariu bebiendo maquinalmente Coca-colas Zero y copas de cava, tendría que visitar la bienal. Seria una terapia. Descubrirían que, detrás de una mirada o un agujero oscuro, hay una vida intensa y convulsa que late más allá de su estrecha visión del mundo (este verano aun más delgada). Probablemente pocos lo harán, dan gracias a Dios por haberles permitido refugiarse en sus madrigueras del Ampurdán desde las cuales solo salen para navegar o cenar, y de momento ya tienen suficiente. Ellos se lo perderán, porque las cinco exposiciones son una auténtica celebración de la vida rica y llena (es decir, sacudida, cambiante y transformadora), un estado al que todo ser humano tiene derecho pese a las crisis y las enfermedades, y de cómo la fotografía puede ser mucho más que el instrumento de una interpretación desvaída del mundo que Susan Sontag teorizó.
Esta XI Bienal Xavier Miserachs, además de ser un acto militante de vindicación y firmeza de la cultura en tiempos de temporales de todo tipo, es una demostración de cómo el arte interpela al espectador en cada momento de la historia, una actitud imprescindible en épocas de amodorramiento. Así, inquiriendo sin condescendencias, la bienal ilumina este raro y lánguido veraneo 2020 de la Costa Brava. Pomés pone la mirada íntima hacia el vértigo de lo misterioso; Cristina García Rodero (Puertollano, 1949), a través de una antología de su itinerario personal y vital, aporta en Amb la boca oberta (Con la boca abierta) una visión hiriente del ritual como esencia de las diversas formas que tiene cada cultura para enfrentarse a lo pavoroso y desconocido; Pere Palahí (Girona, 1907-Sant Cugat del Vallès, 1994) nos recuerda en Retrats de felicitat efímera 1928-1939 (Retratos de felicidad efímera) que en otro tiempo también habíamos creído vivir para siempre en un mundo seguro y exento de conflictos; Eugeni Forcano (Canet de Mar, 1926-2018) muestra las luces y sombras de un Josep Pla setentón en otra simbólica imagen del mundo de ayer y el joven de Palafrugelll Lluís Català (1978) retrata en Nosatrus (Nosotros, coloquialmente) a sus conciudadanos ahora y hoy, con sus temores y esperanzas, una luz al final de este verano afligido.
Y si completan la excursión de verano con la visita a la exposición de Josep Clarà en la Fundación Vila-Casas o pasan al atardecer por la galería Miquel Alzueta en el Palacio de Casavells entenderán, si no lo han entendido todavía, que la cultura, y más en esta época funesta y ruinosa, cura.
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