FUNDIDO A NEGRO. LA GLORIA Y EL INFIERNO DE UNA GENERACIÓN

RAFAEL VALLBONA

 

ALBERT SALAMÉ/VILAWEB | Manifestante en la plaza de la Vila de Gràcia de Barcelona con una pancarta de rechazo que fusiona las palabras Covid y capitalismo, y un Mosso d'Esquadra controlando su identidad
ALBERT SALAMÉ/VILAWEB | Manifestante en la plaza de la Vila de Gràcia de Barcelona con una pancarta de rechazo que fusiona las palabras Covid y capitalismo, y un Mosso d’Esquadra controlando su identidad

Epílogo. ‘No future’; un punk filosófico

Alguien ha escrito que la crisis de la Covid-19 es la guerra civil de la generación de los sesenta. Quiere decir que esta promoción que rejuveneció como nunca la sociedad española, en toda su vida no ha sufrido un trasiego tan terrible y devastador como el actual. Hay una lógica en esto: si los baby boomers, en la amplia acepción del concepto, hasta ahora no han sido víctimas de un apocalipsis es, probablemente, porque aún no les tocaba; era cuestión de tiempo. Lo dice el catedrático de Pensamiento Europeo John Gray:  «ya sea por una guerra, revolución, hambruna o epidemia –o la combinación de todas– la desaparición repentina de un modelo de vida es frecuente. Evidentemente, hay periodos de mejoras graduales, pero no suelen durar más de dos o tres generaciones.» Desde este punto de vista cabe asumir que, realmente, el ciclo vital de las personas nacidas entre finales de los cincuenta y el cambio de los setenta ha llegado a su desenlace. No quiero decir que se produzca una desaparición física, por suerte el virus no ha alcanzado los extremos mortíferos de nuestras guerras más recientes, pero sí que es el punto de inflexión a partir del cual asistiremos al progresivo declive social, cultural y político de toda una manera colectiva de vivir, hacer y pensar; el way on life con que se dotó con los años esta tan numerosa quinta, y que ha marcado de una forma nada despreciable la vida y la historia del país durante toda una época.

No creo que la historia esté años detenida y solo se mueva a golpes de catástrofe. Las transformaciones sociales no han dejado nunca de avanzar, y el género humano ha conquistado bienestar y dignidad; en esto cada generación es responsable de la era que le ha tocado protagonizar. En un sentido global el mundo es mejor hoy que hace un tiempo, y no lo digo por fe, como sostiene Gray, nada dudoso de progresismo, lo afirmo porque es una realidad constatable: el significado y el valor de la historia crecen, pese a las interrupciones, por apocalípticas –como la actual– que sean. Y sí que en estas sacudidas se pierden algunos de los méritos conquistados, pero no es el fin del mundo; en todo caso es el ocaso de los que levantaron el modelo de sociedad que ahora se bate en retirada, y soy consciente de ello.

Habrá cambios, mutaciones sociales, laborales, económicas y culturales importantes. Habrá (de hecho ya está habiendo) una regresión importante y antidemocrática de las libertades públicas y privadas. Estamos entrando en la nueva era del control social, y a pocas personas de las generaciones que tienen que influir en el futuro parece preocuparles de verdad: el miedo ha venido para quedarse me decía un amigo mío que también se encamina hacia los cuarteles de invierno.

PEDRO MATA/FOTOMOVIMIENTO | Una concentración en el Raval de Barcelona a favor del sector de la sanidad y contra la militarización durante la pandemia
PEDRO MATA/FOTOMOVIMIENTO | Una concentración en el Raval de Barcelona a favor del sector de la sanidad y contra la militarización durante la pandemia

Es el éxito de este descalabro pandémico universal que las democracias europeas, debilitadas por la mala gestión de la crisis y culpables en parte de la indefensión sanitaria que padecen los ciudadanos, escenifican con estados de alarma llenos de falsa gesticulación, presencia y actividad plenipotenciaria de policías, militares y cuerpos armados de todo color para mantener la nueva situación despótica; normas restrictivas de derechos fundamentales sin ningún tipo de sentido ni razón, contradictorias y que a menudo únicamente favorecen a los intereses del poder y respuestas interesadas de la oposición que, hace lado o no a la conculcación de libertades (en pantomimas parlamentarias penosas), según logren compensaciones para sus mediocres intereses respecto a temas que poco o nada tienen que ver con la excepcionalidad de la situación.

El nuevo paradigma social se mueve entre un gran deseo de sobreprotección estatal y un contradictorio ultraliberalismo en la vida social: contrólame para que no me haga daño, pero déjame hacer lo que me apetezca, aunque sea un engaño, parece decir la sociedad europea hoy en día, en una patraña sobre la que se construye la pantomima de un futuro sistema de libertades seguras, eso que los políticos dicen con eufemismo chabacano la nueva realidad.

En Europa no nos daremos cuenta de la magnitud de la tragedia hasta que el modelo de vida que teníamos antes de la crisis de la Covid-19 no se haya disipado de la memoria colectiva. Entonces descubriremos con amargura como abdicamos, con fe, ahora sí, de una existencia que, si no era idílica ni justa, al menos era razonablemente humanista e hija de la ilustración.

Nos acercamos a la sesentena con dolores de espalda, exceso de colesterol, vista cansada o insomnio, y lastimados e impotentes asistimos a la desaparición de nuestro mundo. El prisma de realidad que construimos desde la infancia franquista y la esperanzada revuelta democrática se esfuma delante de nuestros ojos y pronto también desaparecerá de nuestra memoria y, en lugar de permitirnos eclipsarnos discretamente, se nos exige continuar manteniendo el sistema desde una situación absolutamente gregaria y amoral. Es el final: «el final de nuestros elaborados planes, el final / de todo lo que queda, el final / sin seguridad ni sorpresa, el final / Nunca más volveré a mirarte a los ojos», cantaba Jim Morrison en The end (última canción del disco de debut de The Doors en 1967), en una clarividente anticipación de filosofía punk.

Seguramente no hay ningún futuro para el antiguo mundo que construimos desde que, sin saberlo, desbordamos el modelo adoctrinador del franquismo. Pensar lo contrario es una impostura. La historia es un continuo de sacudidas de todo tipo, hace falta aceptarlas, apartarse y dejar que la savia nueva reanude con coraje la lucha por los ideales de justicia social y bienestar que nos han traído hasta aquí. Los actuales dirigentes no parecen interesados en asumir este cambio. Saben que el modelo de vida burguesa se agota, que los cambios serán radicales en las tipologías del conocimiento y en la estructura económica, y los temen. Confían en que la nueva sociedad del miedo les otorgue el control de la llamada nueva normalidad sin oposición. Será la reinterpretación de la democracia, puesta en manos de una oligarquía de la inspección y la vigilancia social. Y así la gente se sentirá segura hasta el próximo final.

Yo desaparezco en un intranscendente fundido a negro. A nadie le gusta ver cómo se hunde la casa que ha edificado con sus propias manos. Pero en ningún momento he sentido rabia; solo tristeza, una tristeza profunda e ingobernable que, creo, nos marcará a todos los coetáneos los años que nos queden: es nuestro infierno, el declive definitivo.

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