RAFAEL VALLBONA
Capítulo 8. El ocaso de un mundo soñado
Desde el año 2010 soporté con creciente perplejidad y estoicismo todos los signos de euforia independentista de muchos de los amigos de toda la vida. No me oponía frontalmente a la idea de autodeterminación, pero temía que la derecha, factora del proyecto, los embaucaría con promesas de un futuro de felicidad a cambio de esconder un presente de miseria neoliberal y corrupción. En cada manifestación alegre y festiva yo les recordaba que Artur Mas había pactado los presupuestos con el PP, que la ley de estabilidad presupuestaria catalana era más bestia que la española, y que provocaría un desmantelamiento de los servicios públicos de lo cual tardaríamos décadas en recuperarnos, tal como se iba viendo. También les advertía de la trampa para esconder los tejemanejes convergentes de las comisiones y el saqueo del Palau de la Música que podía representar todo ello. Pero estaban tan entusiasmados con el sueño del paraíso nacional que cada día explicaban con gran vehemencia Catalunya Ràdio y TV3, y que replicaban con el mismo énfasis y pocos argumentos la mayoría de medios, incluidos algunos como El País que presumen de rigurosos y progres, que nunca conseguí abrir un debate mínimamente crítico, y al final lo dejé estar, más que nada por no tener problemas con ellos. Al fin y al cabo somos amigos, y siempre los respeto en todo.
En la calle la ilusión crecía de forma incontestable a través de una ristra de gestos políticos inútiles, vigorosas manifestaciones de uno y otro signo, lamentables trifulcas parlamentarias y recargadas tertulias y declaraciones mediáticas. Nadie dudaba de que, llegado el día, los bancos y las grandes multinacionales establecidas en Cataluña entenderían la histórica gesta de los catalanes, y que Europa y el mundo lo respetaría y asumiría con la misma normalidad que la división de Checoslovaquia. Y si alguien cree que exagero, que revise las hemerotecas.
Un miércoles de febrero de 2016, después de una patética reunión en la universidad de las cuales procuro huir tanto como puedo, osé criticar aquel injustificado y poco documentado exceso de optimismo. Algunos fruncieron el ceño y todavía me ladean, otros (los acomodaticios que nunca se mojan por nada) se marcharon espiritados, y una compañera me dejó ir que era un pesimista, “es decir, un amargado con excusa», y que los políticos independentistas no mentían. Aquellos días la euforia rallaba el misticismo, y el pueblo, acompañado por aquella especie de clase intelectual, por jueces que aseguraban que la Generalitat controlaba todos nuestros datos, por entrenadores de fútbol con capacidad profética y otras perlas por el estilo, estaba experimentando una verdadera unión directa con la divinidad, que desde el 10 de enero se llamaba Carles Puigdemont (1962), que consolidaba el poder de los baby boomers. Periodista e independentista de toda la vida, según dicen, era diputado y alcalde de Girona cuando fue escogido como único recambio a Artur Mas que la CUP estaba dispuesta a avalar. Esto de la CUP es otro de los misterios de la política catalana: ¿cómo puede ser que una formación anticapitalista apoye a un gobierno ultraliberal?
Y con este artificio mezcla de entusiasmo, buena fe, necedad y falta de realidad, el día 1 de octubre de 2017, un domingo lluvioso y desagradable, se hizo un referéndum sobre la independencia en medio de un auténtico estado de sitio impresentable en cualquier democracia por pachanguera que sea. Fue un día triste. Lo que pasó después es la tragedia más grande que ha vivido Cataluña desde la Guerra Civil, y tiene responsables claros a lado y lado y personas encarceladas; todo ello indecente y humillante.
Tras semanas con la mente colapsada por lo que estaba pasando (muchos con quien hablaba aquellos días estaban igual), el 26 de octubre no soporté más estupideces, ni monárquicas ni republicanas, y me marché. El sueño de mis amigos se desvaneció el día después, la euforia se transmutó en rabia, fiasco y desengaño; un cóctel molotov emocional que estalló el otoño de 2019 con la sentencia judicial contra los líderes del proceso.
Con Albert Calls, escritor y periodista dotado de una viva sabiduría hecha de una cultura, humor y sentido común indómitos, hacía tiempo que temíamos que llegara el día en que no habría suficientes psicoanalistas en Argentina para atender la frustración histórica en que caería parte del pueblo catalán. El ocaso del mundo anhelado provoca el abatimiento y la depresión. Es la postración de una generación que, legítimamente, un día cree en un futuro que le pertenece y que, empujada por una clase política poco digna, pero a quien la coincidencia en la edad hace que se le otorgue representatividad, se embarca en un proyecto probablemente lícito, pero faltado de madurez y recorrido. Al fin y al cabo, la mayoría de la población catalana había aprobado con alegría la Constitución en 1978, y apenas diez años antes no se manifestaban independentistas.
La falta de perspectiva histórica es fatal, y en esto, las generaciones nacidas alrededor de 1960 la han pifiado. Quizás el desengaño nace al darse cuenta de esto, y en estos momentos ya es irreversible.
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