FUNDIDO A NEGRO. LA GLORIA Y EL INFIERNO DE UNA GENERACIÓN

RAFAEL VALLBONA

 

RAFAEL VALLBONA | Pasqual Maragall, el día de 2006 en que proclamó la puesta en marcha del nuevo Estatuto de Cataluña en Sant Jaume de Frontanyà con su alcalde, Ramon Vilalta
RAFAEL VALLBONA | Pasqual Maragall, el día de 2006 en que proclamó la puesta en marcha del nuevo Estatuto de Cataluña en Sant Jaume de Frontanyà con su alcalde, Ramon Vilalta

Capítulo 6. El final de la política

El martes 24 de febrero de 2005 el Parlamento de Catalunya hizo un pleno sobre el derrumbe en las obras del túnel del metro del Carmel. Aquel día yo fui a Flix y Ascó a presentar a los estudiantes de bachillerato la Facultad de Comunicación Blanquerna donde hago clase. Fue un viaje relámpago, ya que había quedado para cenar en Barcelona con Ferran Mascarell. Volviendo puse Catalunya Informació, que transmitía el pleno, y escuché a Maragall decir: «ustedes tienen un problema, que se llama 3%». Había pasado Falset y subía la collada de la Teixeta a buen ritmo. Al escuchar la acusación que el presidente hizo directamente a Artur Mas casi tengo un accidente. Cuando me encontré en el restaurante Julivert Meu con el regidor de Cultura de Barcelona ambos estábamos estupefactos. Él fue nombrado consejero de Cultura en abril de 2006 por Pasqual Maragall, con quien le une una antigua amistad, y después lo volvió a ser con Artur Mas. A mí el estupor me duró una larga temporada, hasta que entendí que aquel día el Parlamento de Catalunya había decretado el final de la política tal y como la habíamos entendido hasta entonces.

Fruto de una estrategia que nunca he entendido, Maragall estuvo a punto de quedarse sin el apoyo de Convergència para la aprobación del nuevo Estatuto. Además Mas se querelló contra él y el presidente tuvo que retractarse de lo que había dicho. El Estatuto que tenía que incorporar un artículo donde reconocía el derecho de los catalanes a la felicidad (sic), nació bizco y lleno de desconfianzas entre los mismos que lo aprobaban el 30 de septiembre de 2005. Aquel día almorzaba en un bar de Àger; ninguno de los parroquianos estaba atento a la transmisión del solemne pleno que hacía TV3. Los pocos hombres que holgazaneaban en la barra hablaban de la temporada de caza. Unos meses después, Ramon Vilalta alcalde de Sant Jaume de Frontanyà y buen amigo, me llamó preocupado: el presidente Maragall quería decretar la entrada en vigor del nuevo Estatuto de forma oficial desde el balcón del ayuntamiento de su pueblo, el más pequeño de Cataluña, y no sabía qué tenía que decir. La ceremonia fue el 9 de agosto de 2006. Ramon iba muy arreglado y, sin duda, recordará toda la vida el solemne momento de ceder la vara de alcalde al presidente. Fue un día emocionante, de aquellos que refuerzan el sentido de pertinencia a una civilización; pero todos sabíamos que, más allá del símbolo, todo aquello no servía de nada. Pero eso no se lo dije a mi amigo Ramon; ya estaba suficientemente trastornado.

El Congreso y el Senado habían “cepillado”, en palabras de Alfonso Guerra, el texto aprobado por el Parlamento; solo el 36% de ciudadanos habían votado en el referéndum para su aprobación y el PP había decidido llevar el texto, pese a haber sido refrendado, al Constitucional en una miserable estrategia de acoso al gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero. El tiempo de la política dejaba paso, definitivamente, a una oscura era de tramas, conjuras, embates, jueces, corrupción y mesías. La combinación de todo ello dejaba tocado de muerte al sistema de la Transición por el cual la generación mayoritaria de los sesenta había abdicado de muchos de sus anhelos e ideales de juventud. De demasiados.

El 28 de junio de 2010 tenía hora en el osteópata. Aparqué cerca de la consulta, en El Masnou (donde por la tarde empezaba la fiesta mayor), y antes de apagar el motor escuché las noticias de la radio: el Constitucional declaraba ineficaz el preámbulo del Estatuto, tumbaba 14 artículos y manoseaba 27. Juli Bustos me halló totalmente tieso; clavado.

En aquel momento empezó el derribo contumaz del mundo que conocíamos y por el cual nos sentíamos ciudadanos y, en parte, constructores. Además, la crisis ahogó hasta la agonía la clase media conformada durante tres décadas y los sueños depositados en sus hijos. Aquella sensación de pervivencia en el tiempo que se deposita en la estirpe estalló como la burbuja inmobiliaria, como los puestos de trabajo y como la serenidad, hasta la disolución de cualquier modelo de vida razonable conocido; hasta descubrir que alguien había movido de sitio la tierra sobre la que, nos habían dicho, hacía falta levantar un país justo y moderno.

Unos perdieron el trabajo, otros la casa y la mayoría la confianza en un mañana decente. Los cerebros que nos tenían que relevar emigraron. La sanidad, la educación y todos los servicios públicos que dan razón para creer en un sistema político fueron diezmados hasta quedar exsangües. Y entre el caos y la impotencia se fue alzando una voz que prometía un futuro libre y digno, y muchos buscaron en ello sosiego, y la realidad se difuminó hasta convertirse en un desesperado simulacro extrañamente gozoso, como el sol que calienta fuerte entre las nubes negras que anuncian la tempestad y que preferimos ignorar.

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