FUNDIDO A NEGRO. LA GLORIA Y EL INFIERNO DE UNA GENERACIÓN

RAFAEL VALLBONA

 

JOSÉ MARÍA ALGUERSUARI/LA VANGUARDIA | El alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, y el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, el día de la concesión de los Juegos Olímpicos en 1986
JOSÉ MARÍA ALGUERSUARI/LA VANGUARDIA | El alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, y el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, en Lausana el día de la concesión de los Juegos Olímpicos en 1986

Capítulo 5. Los años seguros

Si con alguna expresión amplia se podrían definir los 23 años de gobierno de Convergència i Unió en Cataluña sería con la de la época de la seguridad. La recuperación plena del autogobierno con la aprobación del Estatuto de Sau el año 1979, llevó a Jordi Pujol a la presidencia de la Generalitat por la mezcla de moderación, reivindicación y nacionalismo que aplicó de forma gradual e inteligente; una política conocida como de «peix al cove” (pájaro en mano). Así, gente que ni era necesariamente de derechas ni esencialmente nacionalista, lo votaron en masa en las convocatorias electorales de 1980, 1984, 1988, 1992 y 1995. Y en 1999, pese al lógico desgaste, todavía ganó en número de escaños (que no de votos) y revalidó el mandato hasta 2003.

Los socialistas, convencidos de que aquella sociedad eminentemente joven estaría a su lado como había pasado en abril de 1979 en los ayuntamientos de la zona metropolitana, incluida Barcelona, contemplaron con perplejidad como el nacionalismo moderado se convertía en hegemónico en Cataluña, gracias a una política interclasista que llevó Convergència a convertirse en el partido de masas del país, desbancando la influencia en las organizaciones de la sociedad civil que los partidos de izquierdas habían tenido en los últimos años del franquismo.

Entre los jóvenes que entonces rondábamos los 20 o 25 años el mensaje de Pujol era claro y goloso: aquel era el momento histórico de construir un país moderno y justo. La dicotomía era participar en el proyecto de reconstrucción, pese a los prejuicios políticos hacia la derecha católica y ligada al poder económico, o autoexcluirse de la oportunidad de la modernidad. En el caso de los jóvenes eso quería decir acceder a la vida digna que sus padres nunca pudieron tener, pese a los esfuerzos agotadores que hicieron durante el desarrollismo, y poder llevar a cabo el proyecto vital soñado (estudios, trabajo, vivienda, familia, crédito).

Los primeros años de gobierno convergente fueron tiempos de construcción. No exentos totalmente de las trifulcas y martingalas de la política, la educación, la sanidad, la lengua, la cultura, la economía o el campo vivieron una transformación como nunca en la historia reciente de Cataluña. La inversión pública se disparó y el país entero prosperó. Necesitados de técnicos y dirigentes bien preparados, los gobiernos Pujol optaron por una política abierta de miras, que llevó muchos jóvenes no convergentes, y que quizás no los votaron nunca, a asumir cargos de responsabilidad en las nuevas estructuras del país. En los ayuntamientos y diputaciones donde mandaban, los socialistas buscaron también ampliar esta base joven. Era la lógica. Este relevo atrevido, y el enfrentamiento constante entre el ayuntamiento de Barcelona y la Generalitat, más por un nebuloso concepto de modernidad y país que no por la acción política, polarizó un largo período (hasta la crisis económica posterior a los JJ. OO.) en que los jóvenes del baby boom superaron todos la treintena y, técnicamente, pasaron a formar parte de la sociedad adulta, la de tener hijos e hipotecas. La de los que pagan impuestos y apuntalan el modelo de vida que anhelamos. La que nos dio a Adriana, a Teresa y a mí un horizonte claro que los padres y abuelos nunca conocieron.

Así, aquella generación que, al ser mayoritaria, había empujado de forma decisiva la transformación del país, se encontraba ahora en una parte u otra del tablero político, en la mayoría de los casos de forma accidental. Unos estaban en la Diputación y los otros en la Generalitat, en Com Ràdio o en Catalunya Ràdio, en el TNC o en el Lliure… Era un equilibrio frágil y no desprovisto de controversias y despropósitos. A todo el mundo le tocó recibir un día u otro, pero fue la forma imperfecta, desmesurada, apasionada y orgullosa de participar activamente en la transformación de aquel país envejecido y devastado que los baby boomers habíamos recibido como herencia.

La victoria de Pasqual Maragall en las elecciones de 2003 fue un acto de justicia histórica. La gente crecida al amparo del pujolismo, madura y consolidada, actuó desde la responsabilidad de la influencia social que ahora había alcanzado. Barcelona se había convertido en una ciudad protagonista de la vida, la economía y la cultura europea y mediterránea. Los Juegos y la obertura a millones de visitantes la habían puesto en el mapa del mundo de hoy. Y con la capital toda Cataluña. El mundo entero redescubría un país antiguo y moderno, culto y atento a los retos de la nueva era tecnológica y global. Para garantizar la pervivencia en este nuevo mundo y asegurar los tiempos a venir hacían falta nuevas maneras de entender la realidad.

Agotado el modelo constructivo de la derecha nacionalista, era necesario pasar el poder a una política más valiente que fuera capaz de entender los nuevos retos sociales a los cuales un país moderno se enfrontaría en los próximos años. Así, las chicas y los chicos de los años sesenta habríamos podido pasar un relevo plácido y seguro a nuestros inmediatos continuadores, que habrían hecho perdurables los años seguros. Sería el segundo gran éxito de la generación, el triunfo de la madurez.

Pero, presos de una cierta altivez y de una sobredosis de autoestima de los buenos tiempos, perdimos de vista que nada se nos ha regalado, y que todo hace falta pagarlo con su precio real.

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