RAFAEL VALLBONA
Capítulo 4. Un adiós a la revuelta
Una parte de la generación de la clandestinidad antifranquista se diluyó con la muerte del dictador. Sus objetivos políticos fueron superados por el hecho biológico (eufemismo de la época), y provocó que el colectivo de los nacidos a partir de finales de los cuarenta diera gradualmente por acabada la época de compromiso. Fue el final de la gauche divine y los clones, el aletargamiento del movimiento universitario y la profesionalización de una nueva clase política hija de aquella generación.
Pero una vanguardia de aquella quinta, escondida hasta entonces, encabezó una revuelta social y cultural que agitó los años setenta creando una idea de yo colectivo, de que los nuevos tiempos tenían que ser la aventura de todo el mundo y que, solo desde la toma de conciencia de los derechos de cada uno, se conquistaría la justicia y la libertad. Movimientos vecinales, homosexuales, mujeres, artistas y todos los grupos marginados de la oficialidad antifranquista protagonizaron la última rebelión que ha vivido el país. Con la consigna no escrita de «me rebelo, luego existimos», una autentica proclama contra las desigualdades de hecho, se creó un lugar común que sirvió para sacar a la generación del baby boom de su soledad juvenil, y le otorgó un papel de actor desobediente en la nueva sociedad que se vislumbraba.
Gracias a programas como El clan de la una (salíamos corriendo de la escuela para escucharlo), Trotadiscos o Al mil por mil me interesé pronto por el rock. Con los amigos buscábamos con ahínco el Disco Express o el Vibraciones (La evolución musical de los años 70), y compartíamos descubrimientos, dudas y la frustración de la ignorancia. No nos desentendíamos del ideario político, pero creíamos que la transformación social tenía que ser radical e informada; es decir: cultural. Y el día en que encontré un disco donde, en la portada, había un reloj de bolsillo clavado dentro de un croissant y una sola leyenda: Why?, supe que la revuelta estaba allí: en mi misma calle, con mi pandilla. Poco después empezamos a leer Star y Ajoblanco, Rafael Moll y Víctor Jou abrieron Zeleste, descubrimos los cómics del Rrollo enmascarado en Zap 275, devorábamos Papasseit y Kavafis mientras fumábamos canutos y, sin darnos cuenta, estábamos creciendo en rebeldía, libres.
La revuelta estética germinó en la nueva sociedad joven que emergía entre los restos del franquismo y las dudas del más allá. El primer Canet Rock, en pleno estertor agónico del Caudillo, fue infinitamente más divertido, descarado y valiente que las Seis Horas de Cançó. Tres meses antes Vicenç Altaió había transferido el testimonio de la poesía contemporánea a las nuevas voces que leyeron en el Gespa Price del campus de la Autònoma, lleno como si de un Woodstock se tratara. La Mirasol, la Dharma, Jordi Sabatés, Toti Soler, el retornado Pau Riba, Oriol Tramvia y una larga lista pusieron música a la vanguardia del movimiento. Gais, lesbianas y travestidos llenaban la Rambla, los vecinos alborotaban la abandonada periferia y todos juntos, sin pedir permiso, hicimos de la calle la casa común y de la revuelta la certeza irrenunciable de conquistar un derecho justo.
Un año después de la muerte de Franco, Pau Riba se alzó hasta la cúpula del Born convertido en Doña Inés (y haciendo que el ayuntamiento franquista no se atreviera a derribar el histórico mercado) mientras la música creaba una atmósfera de libertad que, desde el centro de Barcelona, se desparramaba hasta los confines del país. Ella se llamaba Laia. Íbamos muy fumados, y nos reímos toda la noche mientras paseábamos abrazados y sin rumbo por las callejuelas brumosas del Gótico. Como L’avioloncel de la canción de Pau Riba, creímos que tocábamos la panza del cielo. Aquel invierno quedamos en el Zeleste o el Ascensor, e hicimos planes para ir a escuchar a Daniel Cohn Bendit en las Jornadas Libertarias, pero no fue. A quien conocí en el Parc Güell una tarde mientras tocaban los Peruchos, fue al poeta David Castillo.
En las paredes del edificio de letras de la UAB un inmenso grafiti decía «la universidad fábrica de parados”. Es el primero que recuerdo de mis años en la Autònoma, donde me di cuenta pronto que la rebeldía era un sueño justo pero incompatible con la dura realidad de un país que, se veía a venir, nunca cerraría con justicia el franquismo (como nunca lo ha hecho con ningún capítulo de crueldad y odio) y, salvo excepciones, me aburrí muchísimo.
Aquel invierno el pueblo catalán votó arrolladoramente a favor de la Constitución. Para certificar la nueva normalidad democrática, unas noches antes del referéndum la guardia civil nos detuvo mientras pegábamos carteles de unos conciertos de Quico Pi de la Serra.
El jueves 7 de diciembre de 1978 me desperté con resaca, y eso que no había bebido. Lo que me provocaba dolor de cabeza y una fuerte acritud en la garganta era la realidad, que se había convertido en una masa viscosa informe e intangible que, en sueños, alguien me hacía tragar queriendo o sin querer. Yo me rebelaba contra esa sensación, pero estaba solo en medio de las calles húmedas y oscuras de Ciutat Vella. Al fondo, en dirección hacia la luz del Ensanche y la Barcelona del futuro, la gente hacía su camino hacia el mañana y yo les iba perdiendo de vista.
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