El verano interminable de Kechiche en Sète

ARCHIVO | La actriz Marie Bernard, bailando entre dos otros protagonistas en la discoteca de Mektoub, my love: Intermezzo
ARCHIVO | La actriz Marie Bernard, bailando entre dos otros protagonistas en la discoteca de Mektoub, my love: Intermezzo

VICENÇ BATALLA. Hay realizadores como el francés Abdellatif Kechiche que, si no existieran los plazos ni las limitaciones, continuaría filmando y montando la misma película durante años. Es el problema de Mektoub, my love: Intermezzo, la segunda parte de un verano hedonista en 1994 en Sète. Que, en esta segunda entrega, se pierde en redundancia y reiteración: tres horas y media con las mismas escenas en una discoteca. Una lástima, porque la primera parte estaba muy bien.

Abellatif Kechiche demuestra con Mektoub, my love: Intermezzo que es capaz de lo mejor, pero que también empacha. Hasta ahora, la larga duración de sus películas estaba justificada porque desarrollaba con el tiempo necesario sus tramas sociales y sentimentales hasta hacerlas explotar. La escurridiza o cómo esquivar el amor, en un colegio de los suburbios; Cuscús, ya en Sète alrededor de un restaurante y una fiesta magrebí, y sobre todo La vida de Adèle, sobre la historia de amor imposible entre dos chicas, se alargaban hasta llegar a atrapar al espectador en carne viva.

El ganador de la Palma de Oro con La vida de Adèle en 2013, no llegó a tiempo a Cannes en 2017 para presentar Mektoub my love (canto 1) que terminó aterrizando en la Mostra de Venecia. Este filme no estrenado en España, situaba en la primera mitad de los noventa la historia de un joven universitario parisino, el alter ego del director, en esta población costera de Languedoc, un verano rodeado de amigos suyos y una chica, Ophélie Bau, que se acaba convirtiendo de hecho en el centro de la película. Su trabajo en una granja familiar, las conversaciones en la playa de jóvenes y adultos, el ambiente veraniego de los bares y restaurantes del centro y las fiestas hasta el amanecer en una discoteca, suponían un ecosistema en el que Kechiche representaba como siempre de forma naturalista e inspirada momentos de vida.

Las relaciones de una comunidad tunecina, el origen del realizador, con el resto de veraneantes alejaban tópicos e invitaban al hedonismo mediterráneo. Al final, durante unos tres cuartos de hora, entrábamos en una discoteca donde oíamos aquellos temas de los noventa que todos hemos bailado. El juego erótico de las chicas y el voyerismo del director tenían sentido, aunque ya notábamos que el tiempo de recreación se estiraba especialmente. Pero el total duraba algo menos de tres horas.

Bueno, en esta segunda parte nos vamos a las tres horas y media aunque inicialmente se habían anunciado cuatro. Porque la película todavía se estaba montando cuando comenzó el festival. Y, después de una primera escena de playa de cuarenta minutos que ya hace un poco larga, el resto transcurre en la misma discoteca y más de la mitad del tiempo asistimos al baile erótico de las chicas (con buenas dosis de twerking, moviendo el culo a ritmo del Voulez-vous de los Abba o el French kiss de Lil Louis y otros ritmos más makineros de la época). La intención evidente de Kechiche es hacernos entrar, casi en tiempo real, en la embriagadora atmósfera de estas fiestas de verano y los cuerpos ardientes.

Pero el resultado es que el realizador se pierde en este voyerismo, convierte a las chicas en unas diosas inalcanzables y el único punto de vista de la cámara parece ser su trasero. A cambio de algunos momentos de verdadera excitación en el baile, hay más del setenta por ciento que son prescindibles. Da la impresión de que ha hecho una segunda parte de recortes de la primera.

Y no es la escena del sexo real en el baño, que dura un cuarto de hora, lo que incomoda. Lo es por ejemplo que las chicas se puedan dar besos entre ellas, pero a los chicos no se les ocurra nunca. Es como si Kechiche se hubiera quedado clavado en aquellos recuerdos de adolescencia, en la que no llegaba a consumar su deseo. Y a nosotros, como espectadores, no nos deja otra puerta de salida. Únicamente se entiende que por ser quien es se le haya aceptado enviar una copia a última hora al festival ya que, la sola manera de estrenarla en salas, es que la recorte. Porque, si no, poca gente irá a ver después la tercera parte como ya anuncia.

Los mafiosos, según Marco Bellocchio

Acostumbrados como estamos a ver las sagas de mafiosos de la mano de los realizadores italo-americanos, es interesante observar qué hacen de este material los mismos directores italianos. Sobre todo, si parten de hechos reales. El veterano Marco Bellocchio ha cogido la historia del arrepentido más famoso, Tommaso Bucetta, para hacer Il traditore (El traidor), una aproximación austera y precisa de cómo funcionaba la Cosa Nostra en Sicilia en la época más terrorífica de Totò Riina. La de los años ochenta y noventa, que terminó con el asesinato en Palermo los jueces Giovanni Falcone y Paulo Borselino que habían logrado condenar a cientos de mafiosos gracias al testimonio en primer lugar de Buscetta. Y que estuvo a punto de llegar al incombustible ex primer ministro Mario Andreotti.

Bellocchio, que no tiene miedo de afrontar este pasado reciente de su país sin renunciar tampoco a su imaginación como cineasta, describe de forma paralela el ambiente de la omertà en la isla y el exilio de Buscetta, primero como fugitivo en Brasil y, más tarde, como protegido en Estados Unidos. Pero los momentos más intensos llegan con el Maxi Proceso en Palermo a mediados de los ochenta en que se reproduce la actitud de unos y otros, con los jueces en medio intentando hacer comprensibles a los testigos que actúan como si estuvieran en un territorio que no fuera Italia.

Uno de los momentos significativos se da cuando uno de estos testigos habla tan deprisa el siciliano que los abogados lo interrumpen porque no lo comprenden. Por su parte, el actor Pierfrancesco Favino encarna con especial solidez el rol de un Buscetta que no sólo hablaba portugués sino también el español, como se le ve en unas imágenes de archivo cantando un bolero en los últimos años de su vida.

 

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