VICENÇ BATALLA. Durante más de medio año, aunque el movimiento aun no se haya terminado, los llamados gilets jaunes (chalecos amarillos) llenaron cada sábado los centros de las principales ciudades de Francia y ocuparon rotondas de zonas periféricas y rurales en todo el país. Un movimiento de rabia inesperado, genuinamente francés, que nació en la redes y se extendió por toda esa clase media baja que no llega a final de mes y se revela contra la República del éxito promovida por el presidente Emmanuel Macron. Sin filiación política, heterogéneo, contradictorio, con duros enfrentamientos con la policía y episodios trágicos, analistas y sociólogos continúan dándole vueltas sobre su significado y consecuencias.
Dos fotoperiodistas, Olivier Coret y Éric Hadj, lo siguieron prácticamente en toda su duración: desde los violentos choques en los Campos Elíseos y el Arco de Triunfo parisienses hasta esos municipios rurales donde se organizaba una solidaridad inédita entre personas ideológicamente opuestas. Sus fotografías formaban parte de dos exposiciones en el festival Visa pour l’Image de Perpiñán. Y desde la población de la denominada Cataluña del Norte, una de las más pobres del país, ambos nos contaron su experiencia a pie de calle.
Uno, Olivier Coret, iba sin ninguno tipo de distintivo visible ni protección especial. Prefería ser anónimo, con su cámara fotográfica e intentando no ser identificado ni como chaleco amarillo ni como agente policial. El otro, Éric Hadj, sí se identificaba como periodista e iba con casco y mascarilla y eso no le evitó resultar herido en diversas ocasiones y perder su equipamiento. Las relaciones con la policía y los manifestantes eran a menudo tensas, los primeros porque podían requisar el material y los segundos por su desconfianza ante los periodistas y los momentos de mayor confusión en que una cámara también podía ser objeto de la ira.
Los dos tienen en común, de todos modos, que trabajan por libre para agencias, intuyeron el movimiento desde el principio y acabaron siendo los referentes gráficos de toda la secuencia para los semanarios Le Figaro Magazine, en el caso de Coret, y Paris Match, en el de Hadj. La exposición del primero se llamaba, sobriamente, Gilets jaunes; la del segundo, con un juego de palabras, Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, chalecos amarillos, domingo. Y fueron los escogidos por el director del certamen, Jean-François Leroy, para mostrar con una cuarentena de fotos cada uno y de forma cronológica un fenómeno que cogió desprevenido a la clase política francesa y la opinión pública internacional.
Periferia versus centro
“Tengo la impresión de que a los chalecos amarillos no se les puede categorizar”, afirma tras todos estos meses un paciente Coret que intenta mantener una neutralidad respecto al movimiento aunque eso no le impida ser crítico con la realidad. “Lo que yo digo es que los chalecos amarillos son los franceses menos los franceses de los hipercentros de las grandes ciudades. Es por esto, que se hace difícil definirlos. Porque son franceses en toda la diversidad de un país”.
Y ahí radica también la dificultad en centrarse en una sola figura como líder, a quien se le pueda identificar gráficamente. “Sé que los medios de comunicación necesitan simplificar y tienen que buscar iconos y símbolos”, razona Coret. “Pero no creo que se pueda resumir este movimiento con un icono. Sí que había líderes, pero la pregunta es si representaban de verdad al movimiento. No lo pienso. Cada líder representaba una parte de él, aunque ninguno lo representaba en su totalidad”.
De hecho, lo que más llamaba la atención gráficamente era el color amarillo. “A nivel estético, desde un punto de vista iconográfico, el color del chaleco era muy fuerte”, reitera el fotógrafo. “Porque es un color único, es fluorescente. Por otra parte, en una manifestación sindical o política las pancartas son todas más o menos las mismas. Hay una dirección, con una pancarta delante. No era el caso de los chalecos amarillos. Había miles de pancartas diferentes, y todo tipo de consignas. La forma se encuentra con el fondo para dar ese sentimiento de heterogeneidad”.
La lucha por el poder adquisitivo
Para ser precisos, el movimiento se originó en la propietaria de una boutique por internet de cosméticos, Priscila Ludosky, que lanzó una petición por la red en mayo de 2018 para pedir una rebaja en los impuestos de los productos básicos y salarios menos altos para los responsables de la Administración y los políticos. Se prefiguraba una lucha por el poder adquisitivo y un malestar contra el poder político que constituían las reformas a marchas forzadas de Emmanuel Macron, elegido en 2017 como centrista con votos de la izquierda y que conformó un Gobierno de derechas.
El acto uno de toda la movilización, el 17 de noviembre de 2018, se desencadenó por la nueva tasa sobre la gasolina entre las medidas para una transición ecológica que enojó a los automovilistas que están obligados a utilizar su vehículo para desplazarse al trabajo porque no viven en los centros mejor equipados de las grandes ciudades y que resultan más caros en vivienda. A partir de allí, las consignas se fueran ampliando y la tipología de los manifestantes también.
“El movimiento nació en las redes sociales, con gente que no se conocía, no tenía un partido común”, recuerda de ese inicio el expresivo Hadj hijo de padre argelino y madre española. La conversación se hace en castellano. “Lo bueno del efecto de los chalecos amarillos es que, en algunos pueblos donde las personas no se conocían y no se hablaban entre ellas, ahora ya se conocen y saben cómo se llama el vecino. Porque, en Francia, hay menos solidaridad que en España”. Una razón que puede explicar porque en España, con un paro mucho mayor y peor protección social, no hay movimientos parecidos más a menudo y cuando aparecen los indignados la reacción es pacífica.
La violencia en los Campos Elíseos y el Arco de Triunfo
A cerca de la violencia, que dio la vuelta al mundo porque además se producía en sitios emblemáticos para el turismo, estos fotógrafos dan fe de ello. “No me esperaba que, semana tras semana, hubiera violencia policial, que los manifestantes rompieran las tiendas, se quemara todo”, comenta de aquellos momentos Hadj. “Llevo veinticinco años cubriendo manifestaciones y he visto peleas, he visto cosas muy violentas. Pero quemar sistemáticamente todo lo que te sale al paso, es la primera vez: la quema de coches, camiones, tiendas… ¡Normalmente, rompen las tiendas y roban, pero no las queman!”.
Lo explica alguien que, el año 2007, ya presentó una primera exposición en Visa pour l’Image bajo el título A 20 kilómetros de la Torre Eiffel sobre las condiciones sociales que habían hecho estallar los disturbios de los jóvenes en los suburbios en 2005 originados en Clichy-sous-Bois. Entonces, se quemaban coches pero era en la periferia. No en el centro de París.
Otro precedente, un poco más lejano y del que el año pasado se celebraba medio siglo, es el del Mayo del 68. Hay similitudes y diferencias con aquella revuelta en plena época de De Gaulle iniciada por los estudiantes y rematada por una huelga general. Aunque, en esa ocasión, se sumaban fuerzas libertarias y de izquierda contra una concepción de la sociedad jerárquica y obsoleta. Actualmente, el capitalismo lo engloba y asfixia todo. Hay un momento, en el tercer acto del uno de diciembre, en que la violencia alcanza un paroxismo en torno al Arco de Triunfo.
Coret estaba en primera línea: “no se sabía muy bien si las fuerzas del orden conseguirían aguantar en frente de los manifestantes porque, claramente, eran pocos agentes. No soy ni pro ni contra la policía, pero lo pasé mal por ellos porque les caían multitud de adoquines encima… Sí, como en el Mayo del 68, pero en aquel momento la policía respondía mucho más rápido. Quizás estaban menos equipados, pero se sentían menos observados por los medios de comunicación. Tuve la impresión de que podría haber un descalabro”.
Y, como el 29 de mayo de 1968 cuando Charles De Gaulle huyó asustado a Alemania para regresar a Francia 24 horas más tarde con ganas de revancha, ese uno de diciembre de 2018 en el Elíseo también se dudó. “Después, supimos que el Ejecutivo no sabía realmente qué podía suceder”, continúa Coret. “Y se llegó a plantear la evacuación del presidente Macron de París”.
El incendio del Fouquet’s
Hubo un segundo momento de paroxismo, simbolizado en el saqueo e incendio del famoso restaurante Fouquet’s en los Campos Elíseos. Fue el 16 de marzo, en el acto 18. El Fouquet’s sufre el estigma de haber sido el lugar donde el expresidente Nicolas Sarkozy celebró su victoria electoral en 2007 con algunas de las mayores fortunas de Francia traicionándose la primera noche como jefe de Estado para todos. También sufrieron ataques las tiendas de lujo Bulgari, Longchamp o Louis Vuitton, pero el Fouquet’s en llamas quedará para siempre más grabado en el inconsciente de los chalecos amarillos.
“En ese momento, nos preguntábamos porque la policía no intervenía”, sigue explicando Coret. “Después, supe que utilizaban la antigua doctrina. Es decir, contenían a los manifestantes, y alborotadores (a menudo los anarquistas tapados ‘black blocs’) que ya no eran chalecos amarillos, en un perímetro preciso. Y no intervenían en su interior, por riesgo a que hubieran muertos. Se trata de la doctrina ‘cero muertos’, que se aplicaba bajo el Ejecutivo socialista de Lionel Jospin (1997-2002)”.
Desgraciadamente, muertos hubo. Aunque fuera indirectamente. Se cuentan once, la mayoría a causa de accidentes de tráfico en las barreras levantadas en las carreteras. Y, en un caso, por una granada lacrimógena de la policía que fue a parar al interior de un piso en Marsella y mató a una anciana. Además, está el caso por esclarecer de Steve Maia Caniço en Nantes en la Fiesta de la Música, en junio. Y están los numerosos ojos perdidos por parte de manifestantes a tiros de pelotas de goma (LBD 40). La actuación de la policía ha sido motivo de controversia, personificado en la figura del ministro del Interior, Christophe Castaner.
Daños colaterales para los fotoperiodistas
El testimonio de nuestros dos fotógrafos también varía en función del instante y la situación. Hadj cuenta que en el acto dos, el 24 de noviembre, “la policía aplicó una represión total con camiones de agua antes de que los manifestantes tiraran cualquier objeto”.
Luego, en la sucesión de convocatorias, él mismo ha estado sujeto a todo tipo de incidencias. “También he resultado herido y no he podido ir todos los sábados. Una vez, los manifestantes me pegaron con una piedra en el pie y no podía andar. Eso te fastidia diez días. Vuelves y te llevas un golpe en los brazos, y no puedes manejar bien la cámara. También he perdido todo el material, a causa de la pintura. Me ha costado 6.000 euros. Después, he comprado un material más barato de otra marca. Me he tenido que adaptar a las manifestaciones, con cámaras que antes no sabía manejar”.
Lo pasaban todavía peor los equipos de televisión, que en el caso de la privada de información en continuo BFM solo podían trabajar con un servicio de protección especial. ¿Se puede comparar esto con los conflictos bélicos en el mundo que ocupan la mayoría de las exposiciones en Visa pour l’Image? No, según reconocen nuestros dos fotógrafos.
“Aquí, en el festival, me he encontrado con un colega sirio (Abdulmonam Eassa) que me decía que no se podía hacer una comparación porque, cuando él siente el olor de gas lacrimógeno en una manifestación, tiene la sensación de estar en un país en paz”, asevera Coret. “En su país, no es gas lacrimógeno lo que reciben los manifestantes sino balas reales o bombas”. Eso no quiere decir que Coret no conozca las zonas en conflicto porque en 2004 también estuvo en el festival con la exposición Israel/Palestina: al pie del muro, sobre la construcción de esta barrera de separación, y en mayo pasado fue a fotografiar la vida en Kosovo veinte años después de la guerra.
En todo caso, señala que tras ese inaudito 16 de marzo y con el relevo del prefecto de policía de París Michel Delpuech por Didier Lallement a las Compañías Republicanas de Seguridad (CRS) se sumaron la Brigada de Búsqueda e Intervención (BRI) y la Brigada Anticriminalidad (BAC). “Estas unidades no conocían nada en el mantenimiento del orden, porque están especializadas en la intervención, en la detención en flagrante delito y fueron estos cuerpos los más peligrosos. Y los que causaron daños, sobre todo en la pérdida de ojos”.
La convivencia en las rotondas
En este sentido, ambos fotógrafos decidieron en un momento determinado alejarse de la capital para ir a tomar el pulso a esas zonas semirrurales donde el movimiento se vivía de forma más constante. “El ambiente fuera de París era diferente, era mucho menos violento”, evoca Hadj. “Era gente de pequeñas poblaciones que se ponían de acuerdo entre ellos y resultaba muchísimo más simpático. La única violencia que había era cuando venía la policía y rompía las tiendas de campaña y las mesas donde comían. Pero, a la hora, ya volvía a estar todo montado”.
“En el departamento del Orne, en Normandía, vi una rotonda donde los responsables eran un electricista y un abogado”, pone como ejemplo Coret de una lucha en la que confluían estratos sociales distintos. “El abogado era un militante de derechos humanos y quería ayudar a los chalecos amarillos”. Esta era la fuerza y, a veces, también la debilidad de la movilización. “En Saint-Étienne-du-Rouvray, cerca de Rouen en Normandia, en otra rotonda muy grande cada grupo controlaba una parte de esta rotonda. A la izquierda, estaba más bien la extrema izquierda; en el otro lado, podía haber jubilados modestos más bien de derechas. Y, entre ellos, no se mezclaban demasiado”.
El primer test para comprobar qué incidencia ha tenido este fenómeno en las orientaciones políticas de los ciudadanos, se tuvo en las elecciones europeas del 26 de mayo. De nuevo, volvió a imponerse la extrema derecha de la ahora llamada Agrupación Nacional de Marine Le Pen (antes Frente Nacional) con un 23% de los votos. Le siguió el partido macronista Los Republicanos en Marcha con un 22%. El presidente francés perdió su apuesta de superar a Le Pen. Pero el panorama de la izquierda fue aun más desolador, con una multiplicidad de candidaturas donde solo se salvaron los ecologistas que rondaron el 14%. También es verdad que, en las europeas en Francia, la gente vota muy poco. En esta ocasión, escasamente el cincuenta por ciento. Otra cosa serán las municipales en marzo del año que viene.
“No hay que olvidar que, en Francia, se vota de media en un 25% por la extrema derecha”, precisa el mismo Coret. “No lo conté, pero en las rotondas podía haber quizás sí un 25% de gente que vota a la Agrupación Nacional. No he comprobado una diferencia entre el voto de los franceses y el de los chalecos amarillos”. Para él, los manifestantes “son diferentes, pero los problemas son reales”. Otro elemento que sorprenderá en lo que explica Coret es que, en estas campamentos, “había gente que bebía mucho”. “Los muertos en las barreras se deben, seguramente, al alcohol. Porque había mucho nerviosismo. No se habla mucho de ello, pero es lo que pasaba. En abril, en una de las rotondas, vi que la regla de oro era que no hubiera alcohol”.
De un Macron a otro
Frente a ellos, se erigía un presidente que hasta ahora parecía dirigirse a ellos como si el país fuera una start-up, un territorio lleno de oportunidades para triunfar tal como ironiza Coret. Y el debate nacional que se lanzó en enero no contribuyó tampoco a cambiar esta imagen. “A los chalecos amarillos no les calmó la idea de un gran debate, que se hacía en pueblos donde estaba prohibido acceder. Y donde se escogía a la gente a dedo y estaba lleno de alcaldes, con Macron en medio como una estrella”.
La actitud de Macron, en este nuevo curso, aparece muy diferente en un acto de contrición cierto o simulado (Time Magazine). Y la lectura que se puede hacer de ello es que los chalecos amarillos, aunque hayan perdido fuelle, han logrado parte de sus intenciones. Al menos, en cuanto a la actitud del Gobierno. “Los chalecos amarillos han ganado una lucha”, afirma Coret. “En estos momentos, hay un presidente que se presenta como alguien social, que se muestra modesto. Ya no aparece como jefe de una empresa ultraliberal, sino como alguien que está cerca de los franceses”.
Y Hadj coincide con esta apreciación: “el efecto de los chalecos amarillos ya ha pasado un poco. Porque la mayoría de las cosas importantes que querían conseguir, las han obtenido: el abandono de la tasa de la gasolina, la aumentación de las pagas de jubilación… Otra cosa es que, a medida que te van concediendo reivindicaciones, pides más”. Entre otras, el Referéndum de Iniciativa Ciudadana (RIC) para poder intervenir sobre las leyes del país e incluso revocar al presidente.
La reacción de los visitantes con estas dos exposiciones no es la misma que con la mayoría de las otras que cuentan conflictos bélicos más difíciles de situar en el mapa. Por ello, el contacto con el público es más directo. El tercer y último sábado del festival (14 de septiembre), un grupo de chalecos amarillos acudieron a la exposición de Coret en el convento de los Mínimos para manifestarse pacíficamente delante de sus fotos. Se supone que este es el mayor reconocimiento que puede obtener un fotoperiodista.
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