VICENÇ BATALLA. La coincidencia en el tiempo de la competición en el Festival de Cannes ha hecho que tres realizadores de nacionalidad sueca hayan presentado, con dos días de diferencia, películas que tratan del malestar contemporáneo, pero desde puntos geográficos bastante diferentes. Porque dos de ellos, en realidad, viven exiliados de sus países de origen. El film más impactante es el de Alí Abbasi, Holy spider (La araña sagrada), sobre un Irán donde las mujeres son las víctimas principales de la dictadura ayatolá y en el que Abbasi confirma su dominio para explicar las partes más inhóspitas del ser humano. En una línea parecida, pero sin semejante calidad cinematográfica, se encuentra Tarik Saleh, quien en Boy from Heaven (El joven del cielo) también disecciona la perversa interrelación entre suníes y poder militar en Egipto. Como contraste, Ruben Östlund sigue escandalizando a propios y extraños con su parábola de un mundo de ricos a la deriva en Triangle of Sadness (Triángulo de tristeza), aunque no alcance la destreza que mostró en su Palma de Oro, The Square.
El también merecedor hace años de la máxima recompensa, Cristian Mungiu, nos habla de xenofobia en su Rumanía natal en R.M.N., pero con su pretensión de querer incidir tanto en ello pierde fuelle. Por su parte, Les Amandiers (sobre el teatro de Nanterre-Amandiers, en París) es, hasta ahora, la película más contenida, sincera y honesta de Valeria Bruni Tedeschi.
Alí Abbasi, que en 2018 sorprendió a todo el mundo con Border y consiguió merecidamente el primer galardón de Un Certain Regard, la sección oficial paralela dedicada a las películas de autores poco conocidos, sigue brindando motivos para seguir confiando en él. En Border hacía un recorrido por la monstruosidad humana de seres que se encontraban en la frontera de otras especies en su Suecia de adopción. Ahora, en Holy Spider (que en Francia se estrenará en julio con el título de Les Nuits de Mashad) escruta una de las partes más oscuras del régimen y la sociedad iraníes, donde nació. La acción se sitúa en Mashad, la ciudad sagrada del nordeste del país, a la que acuden los chiíes en peregrinaje, y se basa en los hechos reales de un serial killer que mataba prostitutas cerca del mausoleo del imán Reza.
Como en cualquier otra película, su valor no reside tanto en los hechos reales sino en cómo los explica el realizador. Abbasi es capaz de mantener la intriga, propia de un film de género, al tiempo que hace un retrato implacable de la sociedad de la que procede, con las partes ocultas que no quieren mostrarse, la condición sumisa de la mujer, el patriarcado que reina desde arriba, con jueces, policías y, en general, una opinión pública anestesiada. Lo hace a partir de la periodista protagonista, interpretada por la convincente actriz franco-iraní Zar Amir Ebrahimi, frente al asesino en serie, a cargo de Mehdi Bajestani. La cinta deja claro que estos sucesos van más allá de un momento y un lugar determinados, y es un reflejo de cómo este clima asfixiante se transmite de generación en generación. Por descontado, el director no pudo rodarla en Irán y tuvo que hacerlo en Jordania.
A su vez, Tarik Saleh filmó Boy from Heaven en Turquía y no en Egipto. Y lo más positivo de su largometraje es ver reproducido de manera fiel la universidad de Al-Alzhar de El Cairo, centro académico por excelencia de los suníes. Otra cosa es el relato de intriga sobre la sucesión del imán que la preside y donde se entrecruzan las conspiraciones de islamistas, de moderados y de la estructura militar-policial que controla el país. O sea, ahora, el general El-Sisi. El personaje principal es un joven que va allí a estudiar procedente de un pueblo de la costa y se convierte en el hilo conductor de toda la trama, pero con un estilo demasiado cercano al telefilm y excesivamente didáctico para que la película tenga fuerza. Saleh ha perdido la tensión que, hace cinco años, contenía El Cairo confidencial.
El Titanic post-capitalista de Östlund
Quien no abandona su mordacidad e irreverencia es Ruben Östlund que, en el momento de señalar los males de un mundo corrompido por el dinero y el narcisismo, no se corta un pelo, con momentos más logrados que otros, en Triangle of Sadness (que los franceses ya han traducido por Sin filtro). Algunos le acusan de exhibicionismo y de utilizar las mismas herramientas que denuncia. Ya pasó con la sátira sobre el arte contemporáneo The Square, Palma de Oro en 2017, que contenía, sinceramente, alguna escena magistral. Ahora repite con un crucero de magnates de la economía más especulativa, que se diría un Titanic postcapitalista, abusando de ciertos gags pero con una discusión de bandera entre un oligarca ruso y el capitán, encarnado por Woody Harrelson, que se confiesa marxista. Cuando parece que el film está yéndose a pique, se sucede una última parte tipo Lost con inversión de clases y un final más malicioso de lo que podría pensarse.
En cambio, la película realista R.M.N., de Cristian Mungiu, situada en la Transilvania de cultura húngara, sobre las inmigraciones que se solapan -la de los rumanos hacia Alemania, y la de los subsaharianos y asiáticos hacia Rumanía- peca, precisamente, de plantear el tema de manera demasiado predeterminada. El racismo en diferentes grados, con los gitanos en la parte más baja en Rumanía, es un hecho. Los salarios de miseria que impone la libre circulación de las personas en la Unión Europea, también. E, igualmente, los agravios que se han acumulado en el tiempo en estas fronteras nunca suficientemente bien definidas. El paso constante del rumano al húngaro y al revés es, tal vez, uno de los pocos momentos de humor de la cinta. Los personajes tampoco están completamente desprovistos de vida propia; pero, en definitiva, lo que más interesa a Mungiu es hacer pública la xenofobia, a pesar de que ciertas situaciones parezcan forzadas. Y, cuando en las postrimerías quiere dar un toque místico, deja al espectador excesivamente perplejo.
Los años del teatro libre de Bruni Tedeschi
Saltando de registro, Valeria Bruni Tedeschi parece haber expiado arte de sus demonios porque en Les Amandiers sigue hablando de su vida, pero de una manera más serena y lúcida. Para empezar, no aparece como actriz porque cuando se dirige a sí misma tiende a sobreactuar. Cierto es que si quería explicar sus años a mediados de los ochenta como alumna e intérprete del teatro Nanterre-Amandiers, en el noroeste de París, bajo la dirección del añorado Patrice Chéreau, tenia que buscar una actriz joven. Su alter ego es la vivaz Nadia Tereszkiewicz, sobre quien recae el peso de recrear esta iniciación en el teatro más desinhibido de Bruni Tedeschi, incluida una escapada a Nueva York. Y, a partir de ahí, descubrimos nuevas facetas de Chéreau (encarnado por Louis Garrel) y su adjunto, Pierre Romans; algunas graves pero sin perder el humor. La gracia de la cinta se sustenta en una coreografía de cuerpos jóvenes en los años en que el amor y las drogas se entremezclaban, con la irrupción del sida, y que estaban llenos de aquello que te marca para el resto de tu existencia.
* Todas las crónicas del Festival de Cannes 2022
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